Nuestra memoria filtra y archiva de una manera misteriosa. Somos incapaces de recordar cosas que sucedieron hace dos semanas y sin embargo, días de hace veinte años se revelan de repente como cotidianos. Me sucede cada vez que Javi Vélez comparte una foto de la que justamente hoy se cumplen dos décadas. En ella se puede ver la grada del viejo Carlos Tartiere, un exiguo rinconcito en el que estamos apenas un centenar de hinchas del Atlético de Madrid, algunos recogiendo o colocando las banderas, algunos lanzando el último aliento, la mayoría desolados, cabizbajos. Es una foto icónica, diría histórica. Imagino que para la mayoría, incluido yo, la más viva representación de la tragedia futbolística fue Lisboa, que tuvo una reedición terrible en Milán, pero antes que todo eso estuvo Oviedo y aquella foto nos explica a algunos, explica también el camino que hay entre el entonces y el ahora, y convendría recordarla cada tanto por aquellos que aparecemos en ella o quienes vivieron en la distancia. También por los que ni siquiera habían nacido.
Era la primera vez en la historia de nuestra generación, también en la de nuestros padres, o sea, en casi la historia entera, en la que el Atlético de Madrid se jugaba en un partido la posibilidad de descender de categoría. Por primera vez, podía suceder algo completamente inimaginable hasta hacía siquiera dos semanas, hasta incluso después de que se produjera: si había derrota, el Atleti sería equipo de Segunda División. La justificación de nuestro grupo para hacer aquel proceloso viaje fue simple: va a se el peor momento de la historia del Atleti y es justo en ese momento el que nosotros debemos estar. Tal vez para no sentirnos tan confundidos como lo estábamos, tal vez para poder escribir estas líneas veinte años después, cuando las cosas son afortunadamente tan distintas.
Aquel fin de semana yo fui de Madrid a Córdoba el viernes y regresé de Córdoba a Madrid el sábado. El domingo, muy temprano, salimos en dos autobuses desde el Vicente Calderón. Fue un día gris, de lloviznas y de silencios, un entierro de noviembre en mayo al que todos acudíamos con cierta incredulidad, con una resignación obligada. Un partido al que no hubo problema alguno para conseguir entradas, la crónica de una muerte anunciada a la que todos asistimos atónitos pero tranquilos, tristes y alegres, derrotados y orgullosos. Descendimos y nos dirigimos a aquel infierno desconocido. El día que se abrió la puerta de aquello el Atleti no estuvo solo, había ya un centenar de personas esperándolo. En seguida hubo una legión para demostrar al mundo que en este barco nadie abandona en los naufragios. Los que viajamos juntos aquel funesto siete de mayo lucimos durante un tiempo una camiseta con un lema que nos gustaba mucho: “Estuvimos en las malas, las buenas ya van a venir”. Y vinieron, vaya que si vinieron, sobre todo gracias a un argentino -tal vez el aroma de la frase de nuestras camisetas no era casual-. Disfrutemos de las buenas, ojalá no se vayan nunca, pero por si acaso, echemos de cuando en cuando la vista atrás. Miremos la foto, recordemos el cielo plomizo, y el silencio. Y sintámonos orgullosos de lo que somos.