Hubo un reducido grupo de fieles, apenas cincuenta, que supieron que en la isla iba a escribirse la gran página de su Historia, un puñado de hombres y mujeres que fueron conscientes de que toda su vida entera había transcurrido esperando un momento como aquél y que se vieron obligados, en cierta manera fue así, porque el corazón a veces no propone sino que obliga, a desafiar a la realidad y al destino para llegar hasta el lugar en el que sentían que debían obligatoriamente estar.
Una familia unida de corazones blanquiverdes que burlaron el pesimismo, que esquivaron la distancia, que sostuvieron la mirada a todos aquellos que pensaban que estaban locos aunque no se lo dijeran, que buscaron con humildad euros donde solo había esperanzas, que encontraron los apoyos que necesitaban, que se olvidaron de quien no cuidó de ellos, que lograron una entrada y también se agarraron a un avión, que evitaron los quiero pero no puedo, y al final, ese día en el que se escribió la Historia, estuvieron allí, de pie, con el rostro cansado de quien ha sido derrotado en mil batallas.
Ellos, los cincuenta de las Palmas, pusieron el color de la esperanza en aquel manicomio amarillo en el que no tuvieron tiempo para el miedo. Los unían muchas cosas, toda la tensión, todos los llantos, todas las alegrías, aquellos campos de tercera, los recuerdos del abuelo, Cartagena y Huesca y Valdepeñas, tanta herida mal curada. Se los veía en la distancia con aplomo, dispuestos a saber morir como aquel tercio viejo hizo en Rocroi, hasta que algún Dios de lo humano o lo divino decidió cambiar las cosas por un día. Ellos, los cincuenta de las Palmas, lloraron como adultos y gritaron como niños y todo el amarillo que fue infierno y enemigo, abrazó su alegría mostrándoles respeto. Pasará el tiempo y vendrán las penas y ellas traerán otras historias, vendrán los años y el polvo sobre los libros pero siempre, en cualquier rincón de esta ciudad, encontrarán a alguien que les cuente de aquellos cincuenta de las Palmas.