Papá, quiero ver el mundo

Desde la Tribuna de El Arcángel no puede verse el mundo. Eso debió pensar Francisco, el hijo, después de haber nacido al cordobesismo en la Segunda B, de sentirse atrapado tantos años en Segunda. Con el gol de Uli se abrió un horizonte nuevo y se derrumbaron los muros de la bendita cárcel en la que Francisco se atrapaba cada quince días. Aquella noche, con apenas doce años, supo que había llegado el momento que tantas veces había imaginado. Por fin vería de verdad a Messi, al Real y al Atlético de Madrid, por fin Córdoba se abriría a un mundo desconocido, saldría en los telediarios y también en alguna página del periódico. Paco, el padre, no podía ni imaginar el alcance de aquella frase ingenua que su hijo le dirigió un veintidós de Junio: “Papá, quiero ver todos los partidos, tienes que llevarme a todos los campos”.

La temporada de su vida empezó en aquella marea blanquiverde que invadió el Santiago Bernabéu. Padre e hijo se subieron al autobús de la Peña Cordobesista de La Carlota y nunca se habían sentido tan acompañados en un sentimiento que, con frecuencia, les había resultado marginal. Sentir en blanco y verde había sido hasta entonces una manera de sentirse solo entre la muchedumbre, un exilio interior, ser extranjero en tu propia tierra. Pero de repente, en aquel regreso triunfal se contaban por decenas los autobuses que cruzaban Despeñaperros cargados de ilusión cordobesista para debutar en uno de esos escenarios que solo se veían en la televisión. En el campo del Madrid, el resultado era lo de menos, se perdió, como era de esperar, pero la imagen del equipo barruntaba una temporada de vino y rosas.

Los primeros viajes se sucedieron por inercia. Almería, Valencia, Getafe, Atlético de Madrid. El estadio del campeón recibió al Córdoba en noviembre como si fuera mayo. El abuelo y su Trupe, la Familia Blanquiverde, Viajes Vilacor, Viajes Mezquita, era fácil encontrar compañeros de viaje, resolver la forma de llegar al próximo partido. Los resultados empezaban a vislumbrar lo que a lo peor iba a venir pero la ilusión de Francisco, el hijo, estaba intacta. En el camino de vuelta de cada viaje se esmeraba en preparar el siguiente. Vigilaba los horarios, temeroso de los partidos que tocaban en lunes, de los de la última hora del domingo, porque eso significaba faltar al instituto y aquello complicaba más las cosas. Paco, el padre, camarero y jornalero a tiempo parcial, buscavidas a tiempo completo, hacía números con la calculadora de la vida, sabedor de que la ilusión de un niño no es algo que pueda cuestionar el dinero.

El día del Elche fue la primera sensación de impotencia, cuando se merece ganar con tanta claridad y no se hace, es el aviso latente de que nada bueno va a venir. Paco, el padre, que de niño andaba desde el Figueroa hasta el Viejo Arcángel, para después saltar la valla de preferencia y colarse en los partidos, lo sabía, pero ¿qué importa lo que puede pasar cuando tu hijo te pregunta cómo será Bilbao?

San Mamés, Bilbao entera, recibió a las gentes de Córdoba enseñándoles la verdadera esencia del fútbol, la verdadera grandeza del amor a unos colores. “Una de las cosas que me llevo de este año es cómo ha cambiado mi concepto de los vascos, que estaba lleno de prejuicios. En Bilbao nos convidaban en los bares. Cuando ganamos, la gente se quedó aplaudiéndonos”, cuenta Paco, el padre, que frente al Athletic recibió con estremecimiento el primer abrazo de Francisco, el hijo, que apretaba con la fuerza del que ha esperado tanto para poder vencer. Ahí supo que aquello era un viaje sin retorno, un viaje que habría de terminar en Ipurúa.

Barcelona y la inmensidad del Camp Nou. Vallecas, el recuerdo de Paco, y la sensación de que salvarse no sería tan difícil. Vigo, el territorio lejano. Sevilla, la impotencia mayor. Cornellá, el lugar en el que los horarios jugaron una mala pasada y un atasco de última hora los dejó sin la primera parte del partido. Hacer dos mil kilómetros para ver un partido de fútbol y llegar a la mitad es una de esas cosas que derrumbarían a cualquiera que no ha sentido nunca el cosquilleo de la pasión a la que avoca esto. Francisco, el hijo, llegó allí como si el partido no hubiera empezado, y disfrutó de aquellos segundos cuarenta y cinco minutos, con derrota incluida, como si hubiera sido la final de la Champions. No hay nada que, envuelto en la bandera de los colores que amas, pueda estropear la realidad.

Málaga, Anoeta. Con cada viaje, más cadáveres en el camino, menos hombros para sostener el fracaso. Se acabaron las peñas, los viajes organizados, se acabaron las agencias. Llegó la hora de la carretera y manta. Un padre y un hijo detrás de un equipo que se desangraba a borbotones, con la misma intensidad con la que Francisco, el hijo, mantenía la esperanza.

Muchos kilómetros a la espalda y ni una sola queja, siempre había un motivo para creer: “Hoy vamos a ganar papá”. Pero no, no fue hoy, ni ayer, ni tampoco mañana. En San Sebastián, Francisco, el hijo, se quebró por fin. Aquella expulsión maldita, aquel gol ilusionante y al final, la misma decepción de siempre. En Anoeta, un domingo por la noche, a más de mil kilómetros de su casa, Francisco, por primera vez, rompió a llorar. Allí, tan lejos, después de haber atravesado un país medio nevado, ya no pudo aguantar más, y atrapó su rostro entre las manos y lloró toda la pena que llevaba dentro. Paco, el padre, le echó el brazo por encima, y con la incomodidad propia de los hombres que no saben llorar, trató de consolarlo, de decirle que no estaban tan lejos del hogar para estar tristes, sino para tratar de disfrutar. No fueron las palabras de su padre las que consolaron a Francisco, sino las de los seguidores donostiarras que lo rodeaban, que lo arroparon con un aplauso que nunca olvidará y le repitieron con ese acento inconfundible que nada de llantos, que un tipo que se recorre España persiguiendo aquello que ama tiene que levantar bien alta la cabeza. Hoy tocaba perder, pero mañana tocará ganar. Aúpa chaval. Francisco todavía no lo sabe pero allí, en aquella gélida noche de San Sebastián, aprendió en diez minutos algo que muchos no aprenderán en toda una vida.

En Riazor se sintieron solos por completo. Desde que el desastre se empezó a consumar, el abandono fue masivo, pero siempre había alguna casualidad que los juntaba con alguien que compartía su locura. En Coruña, por primera vez, solo había azul y blanco. Ni rastro de un correligionario en aquel lugar tan cercano al fin del mundo.

En Villarreal, un portero estúpido le hizo a Francisco, el hijo, quitarse la bandera en la que, envuelto, había salido a conocer el mundo. Las palabras del padre no sirvieron para hacer entrar en razón a la bestia y Francisco dobló con mimo su enseña y la guardó en aquella taquilla solitaria a donde volvió a recogerla al acabar el partido, con otra decepción a cuestas.

En los partidos de la vergüenza, Levante, Granada, Francisco, el hijo, recuperó la mirada de niño que ahora ya empieza a perder y Paco, el padre, le ayudó a mirar para otro lado. Empezaron a recordar la hazaña que todavía no había terminado, la mala suerte, el buen equipo, los detalles, lo que pudo haber sido y no fue, y así, los dos acabaron convenciéndose de que nada había sido el desastre que todos dibujaban, que el equipo estuvo siempre mucho más cerca de lo que tal vez pareció.

En el horizonte queda el broche de esta historia. Otros mil kilómetros de ida y vuelta en ese Suzuki Vitara maltrecho de tanto viaje fracasado para presenciar el partido que no le importa a nadie. Un partido que puede parecer intrascendente hasta que uno conoce la historia de un padre y un hijo que acompañaron al Córdoba desde el primer paso hasta el último en su paso por Primera. Un viaje que termina allí, en esas tierras vascas que nunca van a olvidar, porque fue allí donde vieron por fin ganar al equipo por el que les late el corazón y porque también fue allí donde el niño que tan joven está viviendo el año de su vida, rompió por fin a llorar toda la tristeza que le empapaba el alma.

El sábado culmina una de esas historias bonitas que se esconden detrás de cualquier fracaso. La pasión por unos colores llevada al extremo, la ilusión inagotable de un niño por salir por fin de El Arcángel y empezar a recorrer el mundo, el esfuerzo titánico de su padre por preservar su inocencia, por hacer posible lo imposible, y conseguir que su hijo pudiera por fin soñar despierto.

Se acaba la Liga, se acaba la Primera División para el Córdoba, se corre la persiana de este año que se inició en la mente de muchos con aquel agónico gol de un mejicano. Francisco, el hijo, empezará desde el domingo a recordar y un día, de repente, se dará cuenta de todo lo que aprendió mientras digería disgustos al lado de su padre. Paco, el padre, podrá mirar a los ojos a su hijo y saber que el viaje interminable de esta temporada entrelazará sus vidas para siempre. Viaje sobre viaje, derrota sobre derrota, kilómetro a kilómetro, Francisco, Paco y el Córdoba, estarán unidos para siempre.

Desde la tribuna de El Arcángel, Francisco no podía ver el mundo pero ahora, pase lo que pase, así fueran otros cuarenta años de espera, desde su gastado asiento blanquiverde, podrá ya verlo todo, solo necesitará buscar en el recuerdo del año de su vida.

Publicado en Cordobadeporte el 23/05/2015

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