Diez duros mal contados

Su padre era un hombre de letras, cultivado, director durante muchos años del Instituto Góngora, un hombre que no se había detenido nunca a pensar en aquellas pasiones nuevas del fútbol. Tal vez por eso su negativa era la respuesta más lógica a aquella petición acalorada de su hijo adolescente que quería marcharse a Huelva detrás de su equipo. Agotadas las explicaciones, a Alfonso sólo le quedaba llorar.

Al final, en la vida, hay cosas que sólo se consiguen a través de la tozudez y fue aquel llanto desesperado y persistente el que hizo que su padre transigiera, aunque fuera por una extraña curiosidad por lo desconocido, a que su hijo saliera de Córdoba por primera vez sin la compañía de sus padres. Cuando su padre le dio los diez duros mientras le advertía con gesto adusto de que tuviese mucho cuidado, Alfonso se sintió nacer de nuevo al darse cuenta de que podría ir al Colombino, y ver a su equipo subir a Primera división.

«Estuve tres días llorando para que me dejara mi padre, era lo único que me quedaba»

Lo primero que hizo antes de subir al tren fue gastarse diez pesetas en un paquete de Bisonte que guardó con mimo y que no le llegaría al descanso del partido. Iba acompañado de Juanito Serrano en uno de los trenes botijo que aquel día salieron de Córdoba vestidos de blanco y verde y en Sevilla, su tío Antonio los recogió para llevarlos hasta Huelva. Aquella carretera estrecha parecía una romería, coches enarbolando banderas, camiones llenos de gente sobre los que asomaban decenas de cabezas, Gucci Hispania en los arcenes y las áreas de servicio llenas, la furgoneta de Bodegas Campos invitando a un vaso de vino y una ilusión que Alfonso no había visto antes y que desplazó a riadas de corazones blanquiverdes a una ciudad que sería hermana para siempre.

«Entonces no era como ahora, no había controles ni nada, parábamos, nos tomábamos un medio de vino y seguíamos hasta la próxima»

El partido pasó rápido y el sueño, lo que casi siempre fue utopía, por fin se hizo realidad: el Córdoba ya era un equipo de Primera División. Benegas, Simonet, Martínez Oliva y Navarro; Martínez y Costa; Riaji, Juanín, Miralles, Paz y Homar. Once nombres que quedarían grabados a fuego en la memoria de Alfonso y que le acompañarían el resto de su vida, asaltándolo con esa musiquilla en los lugares más insospechados, mientras esperaba un juicio o su mujer discutía con él por otro viaje inesperado. Benegas, Simonet, Martínez Oliva y Navarro; Martínez y Costa; Riaji, Juanín, Miralles, Paz y Homar. Una cantinela que nunca olvidaría.

Después vino la vuelta, un viaje hacia el epicentro de su vida que transcurrió veloz en un seiscientos. Todo en aquel maravilloso día pasó muy rápido. Llegó a Córdoba de nuevo, somnoliento, con ese sueño dulce de quien regresa de un paraíso deseado y que tuvo un despertar abrupto.

«Yo venía medio durmiendo y cuando empezamos a bajar la cuesta de los Visos, me despertó el ruido de la gente. En aquel momento supe que aquello iba a ser para toda la vida»

La carretera estaba sembrada de gentes alegres que habían olvidado por un día todo lo que les rodeaba para ir a recibir a aquellos héroes que habían llevado a Córdoba a la cima del mundo. Hombres y mujeres que quisieron convertir la rutina en un guateque y transformar la ciudad en otra cosa. Aquella noche, muchos, incluso aquellos a quienes no les gustaba el fútbol, pensaron que Córdoba ya nunca volvería a ser  la misma, que aquella algarabía dejaría un mañana diferente.

Alfonso se marchó a Granada a completar sus estudios y preparar oposiciones. Pasaron los años que él contaba en temporadas amando al Córdoba en la distancia. Fueron los días de gloria, aquellos que hicieron creer a todos que lo de antes nunca había existido, pero quien olvida peca y quien peca tiene su penitencia. Después de la gloria llegó el fracaso, rosas con espinas, pasados olvidados. El Córdoba, siete años después, volvió a segunda de nuevo.

«Aquel equipo no se supo regenerar. Se pudo mantener unos años porque se tenía el derecho de retención, pero cuando llegó la hora de ir cambiando, no se pudo hacer y claro, pasó lo que pasó»

Cuando llegó la nueva oportunidad de regresar, la vida era muy distinta para Alfonso. Ya no necesitaría de la aprobación ni del dinero de su padre para poder alimentar su pasión. El segundo ascenso fue una cosa extraña.

«La gente estaba más pendiente de la feria que del partido. Campanero lo puso por la mañana para ver si así venía más público»

Pero daba igual, aquella Córdoba empezaba a dormitarse, a dar las muestras de lo que luego sería, a evidenciar lo que siempre fue. Todavía saboreaba las mieles de los años dorados, todavía no había llegado a saber cuánto puede llegar a sufrirse por nunca más volver. Aquella mañana de mayo, con un calor asfixiante, Alfonso entró en el Arcángel y al mirar las gradas le pareció que no era ambiente para estar jugándose el ascenso. Con la derrota del Coruña el equipo volvió a ser de Primera aunque esta vez no vinieron años de champán sino un último oasis antes del desierto. Tras aquel último ascenso se escribió la Historia, con letras de aridez y de amargura. El Córdoba no volvería nunca a la primera división del fútbol español. Pasarían cuarenta años como cuarenta maldiciones y después, todavía seguiría contando alguno más. Entonces, ninguno de los seis mil fieles que celebraron tímidamente aquel último éxito, y mucho menos Alfonso, podía imaginarse lo que el futuro les tenía preparado.

La vida iba pasando y mirar al Córdoba era ver la historia de una pasión incomprendida, años de desatino, uno malo que precede a otro aún peor. Decía Santa Teresa que se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas. Cuántas veces, cuando era un chaval, Alfonso soñó con ser Juanín o quiso ser Miralles y cuántas veces se imaginó siendo el presidente de su club. Cuántas jugó a firmar nuevos fichajes y a conseguir triunfos y a enmendar errores. Lo deseó con tanta fuerza que no pudo imaginarse que podía ser tan cruel. Porque un día, quince años después de aquel último ascenso, Campanero dijo basta y Alfonso, en una fría noche de enero, al sentarse en su despacho, tuvo que pellizcarse por debajo de la manga para darse cuenta de que aquello no era un sueño: era el presidente del club que llevaba por dentro, era el presidente del Córdoba Club de Fútbol.

«No lo disfruté. No había para pagar. Era una preocupación que no te dejaba dormir: No había dinero y había que pagar. Era un disgusto detrás de otro»

Ahora, Alfonso va a cumplir setenta años y se lamenta con disimulo de que por cuestiones familiares sus hijos no van a poder llevarlo hasta Las Palmas. Risueño, vital, con esa voz gastada por el tiempo y esa mirada acuosa de quien ha vivido mucho.

«Aunque yo no necesito a nadie, te vayas a creer, que yo estoy para ir y estar hasta las cuatro de la mañana si hace falta»

El pasado jueves, al pasar por los tornos del Arcángel el carnet que no ha dejado de renovar, religiosamente, como si fuera la única cosa irrenunciable en su vida, desde 1969, cogió fuerte de la mano a su sobrino. Lo miró como mirándose a sí mismo, cuarenta y dos años atrás, en aquella semana eterna en la que no paró de llorar hasta que su padre, un honorable señor que dirigía el Instituto Góngora, aun sin comprender, se apiadó de él y, aun sin quererlo, le abrió las puertas de su vida con aquellos diez duros mal contados.Ha pasado mucho tiempo y Alfonso sabe que es la hora de volver.

Alfonso Gómez López fue presidente interino del Córdoba C.F desde enero de 1986 hasta final de esa temporada por la renuncia de Rafael Campanero. Fue directivo del club con Rafael Campanero en distintas etapas y también con Enrique Cárdenas y Rafael Gómez. En la actualidad, sigue siendo socio del Córdoba Club de Fútbol.

Foto: ROLDÁN SERRANO. ABC.es

Publicado en Cordobadeporte el 21/06/2014

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